Cosecha
de Gestos

Arte, agroalimentación y

pedagogía en México



Oaxaca de Juárez

Marilyn Payrol Morán


Introducción



En la última década, se ha hecho cada vez más notoria la imbricación de las prácticas artísticas con la agroalimentación. No se trata tanto de intervenciones desarrolladas en lugares legitimados y acotados del arte como galerías y museos (Botinelli y D’Ayala, 2017), sino que están muy cercanas a lo que se ha reconocido como “arte socialmente comprometido”, “arte comunitario”, “arte participativo” o “arte basado en investigación”; es decir, a ese conjunto de prácticas que, impulsadas por un “giro social”, exploran la colectividad, la colaboración, el compromiso directo con sectores específicos de la sociedad, mientras ponen el énfasis en los procesos más que en los resultados (Bishop, 2007). Estas iniciativas recientes, además, están profundamente atravesadas por el deseo de actuar ante la crisis ecosocial y, en ese sentido, imaginan y proponen alternativas a los sistemas agroalimentarios globales que fomentan la injusticia, la desigualdad, el extractivismo y la destrucción de los entornos y modos de vida humanos y no humanos (Benish y Blanc, 2023; Bottinelli, 2023).



Aquí, me gustaría dar cuenta de cinco proyectos desarrollados en México que se enmarcan en esta línea de trabajo que conjuga arte, agroalimentación y ecología. Gracias al apoyo de PAPIME PE403124 al proyecto “Poéticas agrosilviculturales: estrategias situadas de pedagogías y arte para los cultivos, la soberanía alimentaria y las diversidades vitales” y como parte de mi investigación en el doctorado en Historia del Arte de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), pude desarrollar prácticas de campo en el estado de Oaxaca de Juárez y entrar en contacto con estas iniciativas y/o dialogar con algunos de sus principales actores a finales de septiembre de 2024. Con La milpa, la escuela, el último de los proyectos que incluyo, he tenido una relación más sostenida: he sido partícipe, en calidad de aprendiz, de todo el programa de un año de duración, y también me he enfocado en estudiarlo detenidamente a través de mi trabajo de tesis. Lo que me interesa en particular con este breve recuento –que tiene un tono básicamente descriptivo– es advertir la potencia pedagógica de este tipo de prácticas que, como han señalado Shin y Bae (2019), des-territorializan tanto la creación artística como la enseñanza en sus formatos convencionales (p. 232).



El lugar del arte: Cochera en Servicio



Cochera en Servicio abrió sus puertas, en el barrio de Jalatlaco, el 3 de enero de 2016. Desde entonces, los primeros domingos de cada mes, acoge a personas de distintas edades, profesiones, orígenes sociales y territorios para compartir saberes que permitan generar acciones principalmente en torno a la alimentación saludable, pero también al acceso al agua o a la crisis de la basura que padece la gentrificada ciudad de Oaxaca. En palabras de Gabriela León, una de sus fundadoras, “reunirnos con regularidad en la Cochera, nos ha permitido compartir experiencias y fracasos, nos ha llevado a fortalecer nuestros afectos y redes de cuidado y apoyo […] este proceso ha implicado desaprendizaje de las relaciones de poder capitalistas y patriarcales y de aprendizaje de un Buen Vivir” (León, 2024, p. 19).



Ese desaprendizaje de la lógica capitalista se ha cifrado, fundamentalmente, en la subversión del principio de la escasez que ha regido las economías modernas. Para Gustavo Esteva, la escasez es una condición generalizada de nuestras sociedades que posibilita que la gente sea alimentada y viva en continua dependencia de las operaciones y servicios puestos en marcha por aparatos institucionales –ya sean públicos o privados (1994, p. 6). El trueque ha sido, en la Cochera, una herramienta esencial en ese socavamiento de la ley de la escasez; de hecho, fue con el trueque que el proyecto inició: ante la abundancia del chayotal de su patio, Gabriela León y Nahú Rodríguez decidieron cambiar los chayotes por otros alimentos sembrados por sus vecinas del mercadito Tianguis Popular Mujer Nueva. La satisfacción del ejercicio hizo evidente que adoptar el trueque, esa práctica de intercambiar productos sin mediación de dinero implementada por muchos pueblos originarios y que en Oaxaca ha perdurado, era una acción de movilización política a pequeña escala pero significativa. Con el tiempo, los participantes de la Cochera han entendido que lo que han activado es un postrueque porque los productos han sido ofrecidos o recibidos no en base al valor económico que el mercado formal o informal establece, sino en relación a los vínculos afectivos, de respeto y confianza que se han ido cultivando en la comunidad (León, 2024, p. 37). El postrueque, además, implica que lo que se comparte no es sólo un bien o producto sino conocimientos, saberes, reflexiones y formas más éticas de relacionarse con humanos y no-humanos. Como me comentó Gabriela, lo que han cosechado, esencialmente, es abundancia:



Esa abundancia ha requerido, no obstante, un cultivo constante y atento. Para Gabriela, “lo que fue un acierto de la Cochera es que no se planteó nunca ni como una ONG ni como un proyecto artístico”. Eso les dio una gran libertad: los participantes se sintieron libres de experimentar, de apropiarse del proyecto y de sentirse responsables por lo que provocaba o generaba. La Cochera “fue, honestamente, una construcción colectiva sin ninguna pretensión de pertenecer a ningún campo, ni al del arte, ni al de las ciencias sociales”. Para poder conservar ese espacio de libertad, Gabriela creó La Polinizadora: un canal en el que ha transferido parte de las preocupaciones, hallazgos de la Cochera y los ha fecundado con metodologías y lógicas artísticas.



Tal decisión me hizo volver sobre cuestionamientos que, a menudo, emergen en la reflexión sobre el arte: ¿pueden los supuestos desde los que opera la práctica artística –propiedad, autoría, originalidad, etc.– corromper la creación colectiva? Planteado de otro modo, ¿en qué medida las prácticas artísticas potencian, contaminan o cancelan la creación de comunidad y los procesos de aprendizaje en común? Los proyectos de arte y agroecología que comentaré a continuación ofrecen, de maneras diferentes y singulares, algunas respuestas a estas interrogantes.



Terreno Familiar: la potencia de las redes



Uno de los proyectos que emergió de la abundancia de Cochera en Servicio es Terreno Familiar, una iniciativa enfocada en fusionar la agricultura, las ecotecnologías, el arte y los procesos de enseñanza. Recién asentados en Tlalixtac de Cabrera, un pueblo de las afueras de la ciudad de Oaxaca, Lorena Robles y Miguel Cinta comenzaron a asistir a la Cochera. Ahí fue cuando decidieron convertir su terreno de 1600 metros cuadrados, pensado para casa habitación, en un huerto de agricultura sintrópica acompañado de un Aula Viva.



En la Cochera, además de los talleres y charlas, conectamos con gente que se dedicaba a asesorar, daba talleres gratuitos, buscaban voluntarios e intercambiaban conocimientos como Huerto con Glamur, Huerto Jalatlaco... fue una vinculación tras otra, de ahí surgió nuestro interés en involucrarnos en aprender... Luego nos vinculamos con el CAAS (Colectivo de Aprendizaje en Alimentos Sanos) de Ideas Comunitarias y en estos caminos, en nuestra vocación de aprendizaje... por azares de la vida y de la sintropía […] decidimos crear Aula Viva. (Lorena Robles en León, 2024, p. 80).



Cortesía de Miguel Cinta Robles

Cuando visité Terreno Familiar, invitada por Miguel Cinta Robles, coincidí con un grupo de estudiantes de la licenciatura en arquitectura de la Universidad Regional del Sureste (URSE), quienes tuvieron la posibilidad de ensayar técnicas de bioconstrucción –preparando, con sus pies en el lodo, el material con el que recubrirían la estructura de los muros, por ejemplo. Mediante ese proceso, les fue más fácil entender cómo actualmente no sólo son posibles sino necesarias, en términos ecológicos, económicos y sociales, otras formas de construcción.



Ese día también conocí a Simona, una joven profesora estadounidense que trabajaba como voluntaria en el huerto sintrópico de Terreno. Nacida en Nueva York, Simona creció bastante desconectada de la agricultura, pero comenzó a interesarse en la alimentación, lo que la ha llevado a participar en alrededor de veinte proyectos de agricultura regenerativa a lo largo de los años (tanto en Estados Unidos, como en la Patagonia, Colombia y México). Sin embargo, para ella, “estar en Terreno Familiar se siente casi inexplicablemente diferente”. En sus palabras,



estar en Terreno Familiar es como estar en un laboratorio, guiado por la curiosidad, la exploración y la creatividad. No se aferran a una forma única, dogmática o lucrativa de enfocar la agricultura regenerativa. En Terreno Familiar te sientes como si te acogieran en una familia, donde valoran y escuchan tus ideas. Para ellos, eres un verdadero colaborador. Tienen una capacidad de respuesta y una receptividad que no siempre ha estado presente en otros proyectos a los que he dedicado tiempo. […] Además, están arraigados en la comunidad y comprometidos con apoyarla y tejer vínculos con ella. Es cierto que recurren a conocimientos y procesos más académicos, pero los conjugan con los saberes locales de la gente que ha estado vinculada a esta tierra desde siempre. Una cosa es HABLAR de crear comunidad y otra es tener un espacio donde se actúe en ese sentido. [énfasis en el original]



La noción de familia que se maneja y da nombre al proyecto ha sido central en los debates sobre arte y agroalimentación. Esto claramente está relacionado con que cocinar y comer han sido, durante mucho tiempo, prácticas asociadas a los espacios íntimos del hogar y a personas cercanas sobre todo mujeres y madres de familia. Para Miguel Cintas Robles, la idea de familia en Terreno no tiene que ver únicamente con el vínculo genético o de parentesco, sino que más bien está relacionada a una “cooperación expandida y de organización comunitaria” promovida desde el acogimiento y el respeto. Como han señalado Benish y Blanc (2013), estos proyectos artísticos que se involucran con la alimentación “no son ‘sólo’ sobre alimentos y sustento para el cuerpo, sino también sobre el proceso efímero e inmaterial de personas que se unen para crear algo. El resultado es la comida, pero los actos previos de sembrar, arar, desmalezar, cortar, limpiar, fertilizar, cosechar, etc. crean familia y comunidad” (p. 5). Definitivamente, esto hace de Terreno Familiar un proyecto situado y vinculante que se hace cargo genuina y responsablemente de las interacciones comunitarias que fomenta.



Un fogón en el museo



Una manera notablemente diferente de abordar la relación entre pedagogía, arte y agroalimentación es puesta en práctica por Dea López a través de su proyecto curatorial La escuela del fogón. Dea, con quien compartí durante esos días en Oaxaca, estudió arte contemporáneo en la Universidad Iberoamericana de Puebla. Una vez graduada, creó Co.merr, que comenzó siendo una especie de archivo residual online en el cual volcó el material sobre arte y comida encontrado a lo largo de su proceso de formación e investigación y que terminó funcionando como una residencia y una plataforma curatorial bastante experimental. Una de las acciones de Co.merr que más atención captó fue la realizada en 2020 en una plaza de Oaxaca, durante la pandemia de Covid-19, con César Ríos. Ambos artistas instalaron un puesto de sopes y quesadillas –que fueron hechas en forma de “Puppy”, la célebre escultura de Jeff Koons. Estos “‘finos antojitos escultóricos’, con precios de 15 y 25 pesos, incluía[n] un certificado de autenticidad, es decir, la ‘pieza adquirida’ formaba parte de la exhibición ‘para comer aquí’” (Caballero, 2020). Si bien en esta acción performática y efímera era evidente un rejuego más formal en el que la comida operaba como medio artístico, en realidad, también era notorio el interés por indagar en los modos de sociabilidad que la comida genera.



En 2022, Co.merr recibió una invitación a realizar un solo show en el Museo de Arte de Zapopan (MAZ) y ahí, la idea de explorar tanto las sociabilidades como las formas de organización y los aprendizajes posibilitados por el acto de cocinar y comer en espacios públicos, cobró mayor fuerza. Así surgió La escuela del fogón, una exhibición que buscaba mapear levantamientos armados en América, pero poniendo el énfasis en el componente de cuidado y de sostenimiento colectivo que la cocina y los cuerpos femeninos procuran. Generar un archivo en sala no era suficiente para responder a todas estas inquietudes, por lo que para el equipo curatorial –conformado por Dea, el museógrafo Saúl Becerra y el comunicador visual Samuel Morales– se tornó ineludible crear un programa público paralelo que tuvo como epicentro la construcción de un fogón o estufa Patsari en el patio del museo. “Se dieron talleres, se compartieron conocimientos de todo tipo, porque en la cocina –al igual que en las luchas– hay metodologías en las que está presente la oralidad, los afectos funcionan y son completamente vigentes, se enseña haciendo. Esto es lo que concibo como la escuela” (Dea López en Paredes, 2023)



Cortesía del Museo de Arte de Zapopan (MAZ)

Tras la experiencia de 2023, La escuela del fogón se constituyó como proyecto. Su más reciente trabajo ha sido con la plataforma investigativa y expositiva “Máquinas Alimentarias: Laboratorio de la Geografía Inadvertida”, concebida por Future Foodscapes Research Unit y Proyector. Para esta ocasión, La escuela del fogón colaboró con Jaime Santiz Gómez, un chiapaneco que hace anafres con los materiales (latas, tubos, tambos, partes de lavadoras) que la gente vierte en el basurero municipal “El Tívoli”, en la colonia La Libertad de San Cristóbal de las Casas. A partir del conocimiento de Jaime, Dea y su equipo diseñaron y distribuyeron un manual (a modo de flyer) y realizarán talleres para enseñar cómo “todo puede ser un anafre”. Con estos anafres –hornillos o braceros portátiles–, La escuela del fogón continúa creando infraestructuras culinarias para seguir prendiendo en colectivo los fuegos, los aprendizajes, los afectos y las transformaciones (Paredes, 2023). Más puntualmente: mediante su práctica de prestarle atención a la naturaleza material y simbólica de los sistemas alimentarios, La escuela del fogón hace evidente que cocinar entraña siempre una negociación constante y productiva entre los alimentos, quienes lo preparan y consumen, los espacios que se habilitan y las tecnologías e infraestructuras culinarias, así como los valores estéticos y cognitivos asociados (Ayora-Diaz, 2016; Pilcher, 2018).



Un laboratorio de investigación en territorio



Los anafres de La escuela del fogón viajaron hasta Santo Domingo de Tomaltepec, Oaxaca, una de las comunidades donde trabaja Cocina CoLaboratorio. Cocina CoLaboratorio se autodescribe como “un proyecto transdisciplinario de acción, creación, educación e investigación en busca de sistemas agroalimentarios más justos y resilientes” (Kooi y Martínez Balvanera, 2021, p. 184). El proyecto se instaló en Santo Domingo de Tomaltepec en 2020, dos años después de implementar un programa piloto exitoso en el municipio fronterizo de Marqués de Comillas, en Chiapas.



Durante mi estancia en Santo Domingo, la vocación de Cocina CoLaboratorio de conjugar conocimientos y metodologías científicas o académicas con prácticas y saberes locales (que se han ido perdiendo) en territorio, resultó notoria. La mañana del jueves 26 de septiembre se desarrolló el taller “¿Qué vamos a comer en el fin del mundo?”. La actividad comenzó con una discusión de los resultados de cuatro investigaciones realizadas, en un periodo de dos años, desde y con la comunidad: 1) el experimento de agricultura sintrópica “La huerta revuelta” que reveló, entre otras cosas, que los cultivos de tomate y garbanzo en la zona proveen mayor cobertura de suelo y son más resistentes a las plagas (García et al., 2024); 2) la investigación de Reyna Domínguez, bióloga y coordinadora académica de Cocina CoLaboratorio en Santo Domingo, sobre plantas silvestres comestibles; 3) el trabajo doctoral de la bióloga e historiadora de la ciencia, Daniela Sclavo, acerca del chile tabiche, una especie de chile que se consumía en la comunidad y que fue desplazada cuando las latas de jalapeño invadieron los mercados locales (Sclavo Castillo et al., 2024); y 4) la investigación de la antropóloga Sarah Back-Geller sobre el gusto mingano, que ensayó una forma alternativa a las políticas patrimonialistas de explorar la identidad, la memoria y el territorio desde la alimentación.



La segunda parte de la jornada fue dirigida por Paola Miguel García, nutrióloga, coordinadora local de Cocina CoLaboratorio y habitante de Santo Domingo. Paola propuso desarrollar tres recetas sencillas con ingredientes locales para responder a los deseos de la comunidad de comer más saludable y de aprovechar lo que aún se siembra en la zona. Los participantes conformamos tres grupos: el primero se encargó de preparar un asiento de semillas (con ajo tostado, ajonjolí y semillas de girasol, de calabaza y cacahuate); el segundo se concentró en elaborar tortitas de quintonil, frijol y amaranto –utilizando los anafres de La escuela del fogón–; y el tercero realizó un untable de chocolate con camote y cacao. Finalmente, nos sentamos todos a la mesa para comer e intercambiar impresiones sobre este intento de cambiar la dieta con lo que se da en el territorio.



Fotografías de Markus Martínez Burman, cortesía de Cocina CoLaboratorio

Al día siguiente, en la parcela de la Casa Pitahaya –donde Cocina CoLaboratorio tiene su sede– se llevó a cabo el cuarto encuentro de “Animar la milpa”, una propuesta experimental de acompañamiento mediada por Vinik Juré. “Animar la milpa” está enfocado en lograr la transición a una milpa agroecológica. A diferencia de la agricultura moderna e incluso de la agricultura tradicional, en esta modalidad se ponen en práctica una serie de procesos (doble excavación, incorporación de composta) para evitar remover la tierra y, en cambio, airearla, nutrirla y cultivarla a largo plazo y no por ciclos anuales. En esa ocasión, Vinik se centró en compartir estrategias agroecológicas para el manejo de plagas. Según explicó, las plagas llegan a la milpa cuando no existen plantas que actúan como barreras vivas. Por ejemplo, sembrar hileras de romero a los costados de las huertas puede funcionar muy bien para alejar a esos organismos que llamamos plagas. En su opinión, prestarle atención a los insectos que llegan a la milpa es fundamental porque nos puede indicar qué nutrientes le faltan al suelo, qué cultivo necesita ser renovado y, sobre todo, posibilita entender que no todos los insectos o microorganismos son dañinos, sino que algunos contribuyen al sistema. Uno de los experimentos que realizamos fue la preparación de infusiones de pericón y cempasúchil, y de higuerilla –plantas de olores fuertes que abundan en la zona– las cuales fueron rociadas en la milpa para repeler a los chapulines.



Fotografías de la autora

En la investigación que Cocina CoLaboratorio realiza es crucial la noción misma de laboratorio. A diferencia de otros proyectos interesados en el cruce de alimentación arte y ciencia que continúan asumiendo el laboratorio como un espacio seguro, cerrado y no contaminado de experimentación científica (Carruth, 2013; Rogers et al., 2021), en Cocina acogen los métodos de ensayo y error, en territorio. Eso, indudablemente, trae consigo numerosos desafíos que van desde garantizar un trabajo ininterrumpido, comprometido y ético in situ hasta exponer la inviabilidad y lidiar con la incertidumbre tanto en los procesos como en los resultados. Para Kooi y Martínez Balvanera (2021), es la práctica sensible del diseño y las artes visuales la que modifica sustancialmente la experiencia en la medida en que permite traducir, comunicar y desbordar la investigación científica fomentando soluciones creativas a problemas complejos (p. 187).



La milpa como pedagogía



A inicios de 2024, al mismo tiempo que iniciaba mi programa de investigación doctoral, decidí inscribirme en La milpa, la escuela, un proyecto diseñado por Colectivo Amasijo y Calpulli Tecalco, bajo la asesoría del Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC). Colectivo Amasijo está conformado por cuatro mujeres que buscan recuperar, a través del acto de cocinar en colectivo, la biodiversidad de los sistemas agroalimentarios con los que se van implicando. Calpulli Tecalco, por su parte, es una organización civil asentada en la comunidad milpaaltense de San Pedro Atocpan que, desde hace más de dos décadas, ha promovido la conservación de los saberes, la historia y los entornos naturales de los pueblos indígenas del sur de la cuenca del Anáhuac. El programa, de un año de duración, se desarrollaría precisamente en Milpa Alta, que ha estado afectada por procesos extractivos y devastadores de larga data como la tala indiscriminada de los bosques, la adopción del monocultivo del nopal y, en especial, por la expansión agresiva de la mancha urbana. La propuesta estaba dirigida a aquellas personas que, viviendo en ámbitos urbanos, les interesara aprender de la tierra y de quienes la trabajan. Así se conformó un grupo de aprendices compuesto por realizadores, fotógrafos y productores de cine, empresarios, abogados, historiadores del arte y artistas visuales, diseñadores, programadores, galeristas y coleccionistas de arte. El objetivo principal de la escuela era potencializar, desde la implicación material con la milpa, la creatividad de los involucrados en nuestros dominios profesionales y, por supuesto, que ello beneficiara de alguna forma al territorio y a la comunidad que nos convocaba. Esto le otorgó una singularidad al proyecto: no se trataba, como sucede a menudo, de involucrar a la comunidad a través de la mediación de la práctica artística, sino que era la propia comunidad la que ponía sus demandas sobre la mesa para interpelar a actores externos (muy vinculados al mundo del arte, además).



El ejercicio pedagógico resultante fue ciertamente situado y encarnado. El programa se estructuró en cinco módulos que coincidían con los trabajos que marca el ciclo de la milpa: en marzo, comenzamos con la selección de semillas; entre abril y mayo, preparamos la tierra y sembramos; en junio, con la llegada de las lluvias, nos encargamos de deshierbar y echar montón; entre agosto y octubre, mientras los cultivos de la milpa crecían, recolectamos quelites, hierbas medicinales y hongos; y, entre noviembre y enero realizamos la pizca o recogida de la cosecha. Sin embargo, hicimos mucho más que eso, porque una premisa fundamental del programa era hacernos entender que la milpa no es sólo una parcela cultivada sino un sistema complejo y relacional cuyo sostenimiento depende de la colaboración estrecha de múltiples humanos y no humanos. En ese sentido, en La milpa, la escuela había que partir de conocer a profundidad el territorio, lo que implicó subir el volcán Teuhtli, ir al mercado de acopio, explorar cuidadosamente las ruinas prehispánicas de Tizacalco y recibir clases sobre la tenencia de la tierra en Milpa Alta. Asimismo, era primordial dominar algunas nociones de la lengua náhuatl y detenerse en revivir saberes y prácticas asociadas a la milpa –muchos en riesgo de desaparecer– como la construcción de un refugio de pasto que los campesinos hacen en los márgenes de los terrenos cultivados para guarecerse de las inclemencias del tiempo, el proceso de extracción de pulque en los magueyales o el pastoreo de cabras y ovejas en los bosques comunales amenazados por la urbanización no planificada, etc.



Fotografías de Felipe Luna Espinosa, cortesía de La milpa, la escuela

En todo este proceso de aprendizaje, la alimentación y el arte jugaron roles cruciales. Por un lado, prestarle atención al acto de cocinar y comer juntos –desde platillos con carácter celebratorio (chileatole, tamales) hasta otros un poco sofisticados elaborados a partir de ingredientes locales como codornices asadas, moles de guajolote y pato– en correspondencia con los ciclos de secas y lluvias fue muy revelador. Nos enseñó sobre el cuidado, el trabajo y los saberes de aquellos que cultivan, pero también de las mujeres que preparan esos alimentos e, incluso, los cargan. Como ha aseverado Annemarie Mol, los alimentos que consumimos y sus historias asociadas, logran transformar nuestras habilidades de discernimiento y nuestras inclinaciones apreciativas, de manera que “conocer un plato puede llevarnos a que lo valoraremos cada vez más positivamente” (2021, p. 77). Más importante aún es el hecho de que al comer el sujeto cognoscente no mantiene distancia del objeto de conocimiento; en cambio, sujeto y objeto son interferidos, modificados y entrelazados activando otras modalidades relacionales y afectivas de aprender y de estar en el mundo (Mol, 2021, p. 74). La poética del arte –que atravesó el programa mediante textos, presentaciones de obras, correspondencias y conversaciones con artistas, teóricos y curadores– fue, por otro lado, un elemento determinante en la activación de esas formas diferentes, encarnadas y experienciales de conocer. Tanto La milpa, la escuela como el resto de las prácticas aquí comentadas que interrelacionan el arte y agroalimentación con una orientación ecológica y pedagógica, son sumamente pertinentes para abrirnos a transformaciones en nuestros modos de hacer y de dar cuenta de la vida en colectivo.



Referencias:



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Benish, B., y Blanc, N. (2023). Art, Farming and Food for the Future. Transforming Agriculture. Londres: Routledge.

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Kooi, A., & Martínez Balvanera, M. (2021). Case study: climate action (SDG13): CoLaboratory Kitchen. In E. Tsekleves, R. Cooper & J. Spencer (Eds.), Design for Global Challenges and Goals (pp. 183-203). Routledge.

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Pilcher, J. (Ed.). (2018). Culinary Infrastructure. Londres y Nueva York: Routledge.

Rogers, H. S., Halpern, M. H., Hannah, D., y Ridder-Vignone, K. (Eds.). (2021). Routledge Handbook of Art, Science, and Technology Studies. Londres: Routledge.

Sclavo Castillo, D., Pérez Volkow, L. & Hernández Martínez, E. (2024). El chile tabiche: memoria, reencuentro y acción comunitaria en Santo Domingo Tomaltepec, Oaxaca, México. Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales (8), 79-103. https://doi.org/10.53010/NLTT9430

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